La privatización de los servicios de agua: ¿austeridad o negocio?

La privatización de los servicios de agua: ¿austeridad o negocio?

Pedro Arrojo Agudo

Profesor Emérito del Dpto. de Análisis Económico de la Univ. de Zaragoza

Este artículo ha sido cedido, desinteresadamente por D. Pedro Arrojo Agudo

La estrategia neoliberal del Banco Mundial (BM) y de la Organización Mundial de Comercio (OMC) ha venido presionando para reducir el campo de acción de la función pública a todos los niveles, a fin de dejar mayores espacios a la iniciativa privada. Bajo esta presión, se han degradado las tradicionales funciones del Estado, como impulsor de valores de justicia y cohesión social. En los países empobrecidos y en desarrollo se han desmontado, o cuando menos debilitado, los ya de por sí endebles servicios públicos y las perentorias políticas de protección social. Pero incluso en el mundo desarrollado, el llamado estado del bienestar se ve ya gravemente afectado, especialmente a raíz de la vigente crisis. Bajo el pretendido argumento de la “austeridad”, las instituciones públicas, debilitadas en sus capacidades financieras, tienden a “vender los muebles”, concesionando y privatizando los servicios básicos bajo su responsabilidad, como forma de aliviar su situación financiera.

 Asistimos a un proceso de progresiva “anorexización” de las instituciones públicas, bajo la idea de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo del contribuyente. Se ha venido promoviendo la desconfianza hacia la función pública, como ineficiente, opaca y burocrática, al tiempo que se han venido presentando las políticas desreguladoras y privatizadoras como alternativas de modernidad, flexibilidad, eficiencia y racionalidad, glorificando las virtudes del libre mercado.

 Desde este enfoque, garantizar el acceso universal a servicios básicos de interés general, como los de agua y saneamiento, sanidad o educación, tradicionalmente asumidos, cuando menos, como derechos de ciudadanía, llega a considerarse una interferencia por parte del Estado contra el libre mercado. Se supone que el Estado debe retirarse y dejar que tales servicios sean gestionados como simples servicios económicos desde un marco de libre competencia. Los ciudadanos, en consecuencia, deben pasar a ser clientes; y los servicios en cuestión deben dejar de ser de acceso universal para pasar a ser accesibles tan sólo para quienes puedan y quieran pagarlos.

Diversos modelos de privatización del agua

Se han promovido diversos modelos de privatización en materia de aguas. En Chile, bajo la dictadura de Pinochet, se ensayaron las opciones más radicales del naciente neoliberalismo, lo que llevó a privatizar, en la práctica, los ecosistemas acuáticos. Aunque la propiedad formal de los ríos es pública, el control real del uso de sus aguas es privado, sin restricciones de ningún tipo, incluido el derecho de compra-venta. Pinochet se aseguró de anclar ese principio privatizador al marco constitucional a la hora de ofrecer la transición a la democracia… Por ello, si alguien necesita una concesión de aguas en Chile, hasta hace poco tenía que viajar a Madrid, para negociar con Endesa, propietaria de buena parte de los ríos chilenos, y ahora debería hacerlo a Roma, donde están los accionistas mayoritarios de la citada empresa.

La Sra. Tatcher, en el Reino Unido, promovería posteriormente un modelo menos agresivo, al privatizar tan sólo las infraestructuras urbanas de abastecimiento y saneamiento. Por un precio simbólico, entregó, por ejemplo, a Times Water, la propiedad de toda la red de abastecimiento y saneamiento del área metropolitana londinense… Al mismo tiempo, hay que decir, se constituyó un potente ente público, OFWAT, que debe regular el servicio en cuestión.

Sin embargo, lo cierto es que, ni uno ni otro modelo se expandieron posteriormente a otros países. El modelo francés, sin embargo, mucho más sutil, es el que se ha extendido por todo el mundo, con el apoyo explícito del Banco Mundial.

 En el llamado “modelo francés”, tanto los ecosistemas acuáticos como las principales infraestructuras de regulación, conducción, distribución y saneamiento quedan bajo dominio público. Los grandes operadores transnacionales aspiran a recibir simplemente la concesión de gestión del servicio, para lo cual proponen una estrategia de partenariado público-privado, conocida por las siglas PPP (Public-Private-Partnership). Desde esta estrategia se suelen promover empresas mixtas en las que los grandes operadores no tienen inconveniente en aceptar ser socios minoritarios, frente al correspondiente Ayuntamiento, Gobierno Regional o Nacional. La clave innegociable hay que buscarla en las cláusulas que establecen la exclusividad de la empresa privada en lo que se refiere a la gestión, bajo el argumento de que son ellos quienes disponen del conocimiento y capacidades tecnológicas y organizativas; lo que en terminología francesa se presenta como el “Savoir Faire” o en inglés como el “Know How”… El poder no se busca tanto a través de la mayoría financiera, como, de forma más sutil, a través de la información. En pocos años, el control efectivo del servicio y del negocio queda, de forma prácticamente exclusiva, en manos privadas, aunque formalmente la institución pública responsable disponga de mayoría financiera en la empresa.

Los argumentos de la desregulación y privatización de los servicios de agua

Los procesos de privatización en grandes ciudades de países empobrecidos o en desarrollo (los grandes operadores nunca se interesaron por pequeñas ciudades ni zonas rurales), bajo la presión del BM, han acabado por motivar la rebelión de los más pobres. La “Guerra del Agua” de Cochabamba (Bolivia) prendió la mecha en América Latina.

Como consecuencia de ello, los propios operadores transnacionales reconocen que han tenido que cambiar su estrategia. Durante casi dos décadas, priorizaron los llamados “mercados no regulados” (“unregulated markets”), donde la falta de normas y de control público permitía prever un mayor espacio de negocio. Sin embargo, estas corporaciones argumentan hoy, que la falta de regulación, unida a la inestabilidad social y política, acaba por generar riesgos inaceptables… Por ello, la estrategia, durante los últimos años, ha girado hacia los llamados “mercados fiables” (“reliable markets”), como los que emergen en países como los de  Europa Oriental o la propia Rusia.

Tres han venido siendo los principales argumentos empleados por parte de las instituciones económico-financieras internacionales y por los grandes operadores privados, para justificar esas políticas de desregulación y privatización:

 –       Ante la crisis financiera de la Administración, se supone que el sector privado puede aportar las inversiones necesarias para hacer llegar el servicio a los más pobres.

–       Frente a los problemas de ineficiencia y corrupción en la función pública, la libre competencia incentiva la eficiencia e induce un mayor control de los usuarios mediante el ejercicio de sus derechos como clientes.

–       Ante la creciente complejidad técnica de los servicios de agua y saneamiento en grandes ciudades, la iniciativa privada ofrece la necesaria tecnología y capacidad organizativa.

En lo que se refiere al primer argumento, lo cierto es que los grandes operadores privados han invertido escasos fondos propios para desarrollar redes e infraestructuras básicas en los países en desarrollo, tal y como demostró, de forma empírica, el proyecto PRINWASS (Castro-2004), financiado por la UE. Dicho proyecto de investigación estudió un amplio abanico de casos. Particularmente claras fueron las conclusiones en el caso de Argentina, el país en el que se inició la experiencia privatizadora de los servicios de agua en América Latina. Mientras estuvieron concesionados a los grandes operadores europeos, las inversiones realizadas siguieron siendo en su mayor parte públicas, y tan sólo una mínima proporción fue realizada por dichos operadores. La estrategia empresarial de las grandes corporaciones europeas siempre consideró arriesgado y poco rentable, realizar inversiones masivas en infraestructuras básicas. En la mayoría de los casos, el proceso de privatización tan sólo desbloqueó créditos del BM, que pasaron a ser gestionados por el operador privado, aunque eso si, se cargaron sobre la deuda pública argentina, o del país en cuestión.

 Hoy, en plena crisis económico-financiera, este argumento se ha retorcido, en la medida que son las grandes corporaciones las que requieren capitales públicos para sobrevivir. De esta forma, asistimos, entre impasibles e impotentes, a un juego financiero escandaloso: el Banco Central Europeo ofrece financiación barata (al 1% a tres años) a los grandes bancos, para que éstos financien operaciones de compra de Bonos del Tesoro o de privatización de servicios públicos, eso sí cargando intereses del 5 o del 6%… Es decir nos “compran los muebles” de las instituciones públicas, con nuestro propio dinero y, para colmo, imponen un margen impresionante de intereses que se acabarán cargando en las tarifas de los servicios, una vez privatizados…

 El poder financiero está transformando así su propia crisis en una ventana de oportunidad para sus intereses, apoyándose para ello en esas políticas públicas de falsa “austeridad”. En la medida que se trata de un servicio que todos tenemos que usar, si o si, en nombre de mejorar las finanzas de la colectividad, se acaban aumentando las cargas globales a cubrir por la ciudadanía en beneficio de las grandes corporaciones privatizadoras. En realidad, privatizar este tipo de servicios, para la comunidad, equivale a vender el piso en el que tenemos que vivir. A renglón seguido, tendremos que alquilárselo a quien nos lo compró, pagando la amortización de la compra, más los beneficios que nos impongan. Con el agravante de que, en estas condiciones, venderemos barato y alquilaremos caro, al precio que nos marquen… Nada que ver, por tanto, con estrategias de “austeridad”, como sería vender la segunda residencia para sanear la economía de lo imprescindible… En nombre de la “austeridad”, en realidad, asistimos a un proceso sistemático de sabotaje de valores y derechos sociales, como forma de abrir nuevos espacios de negocio para las grandes corporaciones privadas.

El segundo argumento, referente a las ventajas de la libre competencia, que en otros servicios puede resultar válido, no lo es en éste. Ante todo, es preciso subrayar que los servicios de abastecimiento, por su propia naturaleza, constituyen lo que se denomina un “monopolio natural”. El proceso de privatización, en este caso, puede promover opciones de competencia “por el mercado”, pero no de competencia “en el mercado”. Es decir, a lo más que se puede aspirar es a una efímera competencia para conseguir la concesión en concurso público, cuando no se produce una adjudicación directa… En todo caso, una vez adjudicada la concesión, el servicio pasa a ser gestionado en régimen de monopolio privado por largas décadas, bajo duras cláusulas de reversión.

 En este contexto, y aunque resulte paradójico, lo que suele ocurrir, en la práctica, es que se reduce el nivel real de competencia en los mercados. En efecto, cuando la gestión es municipal, o se hace desde una empresa pública local o regional, la adquisición de nuevas tecnologías, los trabajos de mantenimiento y modernización, así como otras múltiples acciones específicas, suelen ser contratadas acudiendo al mercado, donde compiten, en concurso público, multitud de pequeñas y medianas empresas altamente especializadas. Es lo que se conoce como el “mercado de inputs secundarios”, en el que suele producirse un volumen de negocio mayor que en la gestión misma del servicio. Sin embargo, cuando el servicio queda concesionado a alguno de los grandes operadores transnacionales, el “mercado de inputs secundarios” suele quedar bloqueado y blindado a la competencia, en la medida que estas empresas disponen de sus propios recursos para cubrir esas necesidades. El resultado final, paradójicamente, es que se reduce la competencia de mercado y se encarece indebidamente el servicio.

En la medida que, tal y como hemos explicado, nos encontramos con un “monopolio natural”, el argumento del control de los ciudadanos sobre el operador, a través de sus derechos como clientes, tampoco funciona, pues tales derechos sólo pueden ejercerse en la medida que se pueda cambiar de proveedor, opción que en este caso no es posible.

Tal y como llegó a decir públicamente el director del Banco Mundial en Brasil, Vinod Thomas: “Cuando hay riesgo de que se genere un monopolio privado, es mejor dejar los servicios en manos del Estado…” (Folha de Sao Paulo;21-9-2003).

Por otro lado, la pretendida transparencia del mercado frente a la opacidad de la gestión pública es más un mito que una realidad. El hecho de que en muchos casos la gestión pública sea burocrática y opaca no significa que tenga que serlo. De hecho, el que la gestión sea pública, permite exigir transparencia, en la medida que las instituciones públicas se deben a la ciudadanía; mientras que la gestión privada, legalmente protegida por el derecho a la privacidad en la información, acaba limitando la transparencia, a lo sumo, a los principales accionistas de la empresa.

En todo caso, los problemas de opacidad, burocratismo e incluso corrupción, no se resuelven privatizando la administración pública, sino democratizándola. No parecería muy razonable proponer como solución a una eventual corrupción de la policía, su privatización. De hecho, en los países donde los problemas de corrupción degradan la vida pública, la entrada de operadores privados, lejos de resolverlos, los ha agravado, realimentando la lógica del sistema que les acoge.

Hoy, incluso en las democracias avanzadas, está vigente el reto de promover reformas de la función pública que impulsen la gestión participativa y garanticen la transparencia. En la medida que no es posible la competencia en el mercado se trata de promover la competencia a través de la información y del contraste público entre servicios análogos: lo que se conoce como “benchmarking”, impulsando nuevos modelos de gobernanza participativa. Ello exige una regulación pública del sector que garantice una transparencia contrastable de los servicios de agua y saneamiento en las distintas ciudades. Los gestores de esos servicios deben ofrecer información clara a través de un sistema común de indicadores que permita a los ciudadanos contrastar la calidad, precios, niveles de garantía, etc…, de sus respectivos servicios de agua y saneamiento con los de cualquier otra ciudad.

Por último, argumentar que la complejidad de unos servicios modernos de agua y saneamiento desbordan las capacidades de la Administración Pública resulta cuando menos inexacto. De hecho, los servicios de agua y saneamiento más eficientes funcionan, sin duda, en países como Holanda, Suiza, Suecia o Alemania, bajo gestión pública, a través de pequeños operadores locales. Operadores que en los últimos tiempos tienden a agruparse a niveles regionales para conseguir mejoras por economías de escala. La clave de una buena gestión se demuestra que no está tanto en la tecnología, que siempre se puede conseguir en el mercado, sino en la buena gobernanza, desde una escala local-regional, que permita vincular, de forma eficaz, esos servicios a la ciudadanía e instituciones locales de las que dependen.

En este debate, a menudo se confunde desregulación y privatización. Aún asumiendo la responsabilidad pública sobre este tipo de servicios, cabe, sobre el papel, concesionar su gestión a un operador privado, bajo adecuadas condiciones de contrato y de regulación que garanticen un control del concesionario por parte de la Administración. Sin embargo, controlar de forma efectiva la gestión de estos grandes operadores, cuando se les concesiona el servicio en su conjunto, no sólo es difícil, sino que en la práctica es imposible. Por un lado, en la mayoría de los casos, las propias Administraciones, una vez concesionado el servicio, pasan a despreocuparse literalmente de la cuestión. Pero aún en el caso de que tengan la sincera voluntad de controlar a la empresa concesionaria, la desproporción de medios y de envergadura entre los Ayuntamientos y estas corporaciones multinacionales hace inviable un control efectivo. De hecho, suele producirse, antes o después, el fenómeno conocido como “compra” o “captura del regulador”.

En todo caso, el BM en su política de apoyo a los procesos de privatización, no se ha distinguido, ni se distingue, por promover condiciones de estricta regulación pública, que garanticen la transparencia, la participación ciudadana y los derechos humanos y ciudadanos, particularmente entre los más vulnerables…

Hacia nuevos modelos de gestión pública participativa.

Las presiones desreguladoras que operan, tanto a nivel mundial como en el entorno europeo, merecen un amplio y profundo debate público. En el caso de los países que firmaron la Convención de Aarhus, entre los figura España y la UE, tal debate se hace ineludible en aplicación del principio de participación pro-activa, que la citada Convención establece. La decisión de privatizar este tipo de servicios no debe decidirse como un simple asunto administrativo, en los despachos de alcaldía o de presidencia del gobierno regional o estatal. Incluso el debate en plenarios municipales o parlamentarios resulta insuficiente. En la medida que se trata de decisiones que afectan a derechos ciudadanos, e incluso a derechos humanos, por periodos de varias décadas, sería necesario abrir amplios debates públicos que culminen, en su caso, en referéndum, tal y como recomienda la Declaración Europea por la Nueva Cultura del Agua (FNCA-2005).

Hoy, más allá del reconocimiento formal del dominio público sobre las aguas y los ecosistemas hídricos, nos encontramos ante la necesidad de reflexionar sobre los retos que imponen, tanto el nuevo paradigma de sostenibilidad, como la obligación de garantizar el acceso al agua potable y a servicios básicos de saneamiento como un derecho humano.

Asumir, en materia de gestión de aguas, los principios de equidad inter e intra-generacional, refuerza la necesidad de replantear el dominio y la gestión pública o comunitaria sobre los ecosistemas hídricos y los acuíferos, desde nuevos enfoques que prioricen la sostenibilidad de sus funciones de vida, así como el acceso universal a cuotas básicas de aguas de calidad (30-40 litros/persona/día) y servicios básicos de saneamiento, como un derecho humano asumido ya por NNUU. Pero yendo más allá, debemos afrontar el reto de diseñar y gestionar como derechos de ciudadanía, el acceso a servicios domiciliarios de agua y saneamiento de calidad. Derechos de Ciudadanía que, por su propia naturaleza, deben ser también de acceso universal. Derechos vinculados a Deberes de Ciudadanía, que exigen diseñar y desarrollar nuevos modelos de gestión pública participativa.

Los agudos conflictos abiertos frente a los procesos de privatización, han venido poniendo el dedo en la llaga; pero ello no significa que hayan resuelto el problema de cómo gestionar adecuadamente estos servicios básicos. Incluso en el seno del movimiento por la gestión pública participativa bajo control social, está abierto el debate sobre como organizar el necesario equilibrio entre derechos y deberes ciudadanos, especialmente en lo que se refiere a la gestión financiera de estos servicios. La política tarifaria a aplicar resulta, cuando menos, polémica. Entender y asumir todos estos cambios no puede imponerse por decreto, sino que exige nuevos modelos de gobernanza participativa desde ámbitos locales, regionales y nacionales en un marco global que debe garantizar los derechos humanos y desarrollar una nueva condición de ciudadanía global.

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